Hace unos días recibimos la noticia de la muerte, prematura, de Luther Price. Las necrológicas no son algo en lo que abundemos desde aquí, pero el paso de Luther Price por el (S8) fue tan significativo que nos vemos impulsados a rendirle homenaje de alguna manera, a despedirnos de alguien que a pesar del poco tiempo que pasó con nosotros dejó una huella muy profunda, como señalaba Ana Domínguez estos días en nuestros chats.
Fue 2017 el año en el que vino: el año de la edición titulada “Objetos y apariciones”, que dedicamos al cine de found footage. Gracias a la inestimable ayuda de Ed Halter, armamos un programa en torno a su cine con metraje encontrado, además de una exposición con sus diapositivas: imágenes de otros horneadas (literalmente) o enterradas por Price. Todo de una belleza perturbadora, o de un horror balsámico. Porque hay poquísima gente en el mundo que se relacione con el cine de una manera tan visceral como Luther Price: es como si cada una de sus películas fuese una tira arrancada de su propia piel para luego ser proyectada. Y no hablamos solo de las innumerables torturas físicas a las Price sometía a su metraje encontrado (agujereado, pintado, enterrado, rasgado, empapado en fluidos). Sino también del propio contenido de cada imagen, que traslucía la sincera y profunda conexión que Luther Price establecía con ella. Su cine es un cine de herida, de trauma, de dolor, de sexo, de violencia. Y también de sanación, terapia y redención. En este sentido es revelador lo que dice Price sobre su película Fancy (2006), parafraseado por Halter: “Un montaje atroz de imágenes médicas que muestran cuerpos sujetos, sondados, cortados y cosidos. Price ve Fancy como una película sobre la curación y la reparación; cuerpos viejos remontados y rehechos, como los tejidos de la película”.
Price, que vivía en Revere, Massachusetts, empezó a trabajar con cine en los años 80, desde seudónimos como Brigk Aethy, Fag o Tom Rhoads, para quedarse casi permanente con Luther Price, combinación entre Martin Luther King y Vincent Price (su nombre original es igual de sonoro y exótico). Empezó a trabajar en super 8, después de haber vivido un violento incidente en un viaje a Nicaragua en el que sufrió una herida de bala que le dejaría secuelas de por vida. Películas por un lado filmadas (en una vena performativa que cultivaría de diferentes maneras) como es el caso de Green, y de found footage como su obra maestra, la impactante Sodom, su primera película como Luther Price. Una colección de imágenes pornográficas de hombres que se hacen felaciones a sí mismos y se follan entre ellos, imágenes salvajes mutiladas y recompuestas de diferentes maneras, montadas con un ritmo meditativo (incluso en sus momentos más frenéticos) y con cantos gregorianos como banda sonora.
A partir de los 90 empieza a trabajar en 16mm y casi exclusivamente con found footage, en películas que se ordenan en series como las Inkblots (films en los que degrada la emulsión de la película para luego pintar encima), Ribbons (películas de 16mm en las que pega tiras de super 8), Garden Films (películas enterradas y luego exhumadas, sometidas a los elementos) o Biscuits (películas basadas en la repetición a partir de varios sets de películas iguales sobre un asilo para personas negras). Películas que recuperan escenas familiares, hospitalarias, sexuales, cuestiones que le interpelaban personalmente. Tiene, también, diversos trabajos de escultura, y varias series de diapositivas de película manipulada de diferentes maneras: a modo de collage, quemadas, horneadas, con materiales orgánicos… Y con imágenes como escenas domésticas, estampas religiosas de películas variopintas, trailers, material médico: carne al descubierto, carne humana sujeta a pulsiones de todo tipo, al deterioro y a la descomposición.
El aura trágica, violenta, escatológica y misteriosa de Price y de su trabajo, como pudimos comprobar, era la parte pública de una personalidad de una sensibilidad lacerante. En cada una de las sesiones, con sus correspondientes coloquios, vimos cómo las películas eran para Price algo de una sinceridad brutal, una exposición al mundo altamente cargada de significado y emotividad. Cada proyección era como jugarse la vida, además de jugarse la integridad de sus propias películas: el corrugado sandwich material de muchas de ellas las hacían improyectables en la mayoría de los lugares, un asunto delicado. Sus carruseles de diapositivas cargados de maravillas vinieron acompañados de un puñado de fotogramas huérfanos horneados y enterrados que pudimos tocar, e incluso llevarnos de recuerdo.
Al irse, repartió su ropa y accesorios entre nosotros, sus cuidados atuendos para cada ocasión. Era imposible hablar con él aunque fuese cinco minutos y no salir tocado de alguna manera. La expresión “abrirse en canal”, hoy convertida en tedioso lugar común, parece haber sido creada originalmente para describir su manera de estar en el mundo. Todo ello acompañado de un encanto y una inteligencia irresistibles, de un humor singular. Le despedimos al borde de las lágrimas como a un amigo de toda la vida. La noche antes de irse, se perdió en la oscuridad para ir a enterrar, o a dejar entre las rocas del mar, uno de sus rollos de película encontrada, que aún yace en un lugar escondido de A Coruña.
Sin duda fue una suerte poder llegar a tener entre nosotros a Luther Price, cuya carne mortal ha pasado a recibir el tratamiento al que sometió a muchas de sus películas, pero cuya hermosa y torturada personalidad estará siempre con nosotros.