Por Byron Davies
¿Ha cerrado el círculo el cine experimental mexicano y ha encontrado ya su “fórmula secreta”? En su ensayo fundacional del catálogo de 1998 para su programa itinerante Cine Mexperimental, Rita González y Jesse Lerner describen el poema fílmico antigringo de Rubén Gámez de 1965, La fórmula secreta, como una crítica del discurso del siglo XX sobre “lo mexicano”, y cómo lleva a un exceso absurdo esos rasgos supuestamente mexicanos (el “estoicismo, la soledad, el fatalismo”) sintetizados por autores como Octavio Paz y Samuel Ramos. González y Lerner mencionan las anticipaciones que hace esa película de la crítica de Roger Bartra de 1987 a ese discurso, como una forma de creación de mitos que expresa “una voluntad de poder nacionalista ligada a la unificación e institucionalización del Estado capitalista moderno”.[1]
Cuando se aborda el concepto de “mexicanidad” se produce un impasse -una oscilación entre reducciones esencializadas y comentarios sobre su carácter como tal- que es tan pertinente como siempre hoy, al final del mandato de Andrés Manuel López Obrador, que se ha caracterizado por una retórica de soberanía nacional y rejuvenecimiento (“el Humanismo Mexicano”, “la Cuarta Transformación”) con fines progresistas. No es casualidad, entonces, que surja ahora el largometraje experimental más brillante sobre “lo mexicano” desde La fórmula secreta y Tequila (1992) de Gámez. Después de todo, el “secreto” de la tan anticipada ¡Aoquic iez in Mexico! / ¡Ya México no existirá más!, de Annalisa D. Quagliata Blanco (en producción desde 2017 y que se estrenará en junio 2024 en el festival S8 en Coruña, España, y después en el FICUNAM, en México) es emprender una película sobre las ideas mismas del tiempo empleadas en la creación de mitos mexicanos modernos. Aquí, iconos nacionales como Quetzalcóatl y la Virgen de Guadalupe circulan en la misma rueda de ciclos diurnos-nocturnos de caída y “renacimiento” de la Ciudad de México-Tenochtitlán que la banda de “rock experimental mexica” Los Cogelones; la Conquista es un evento diario (de hecho, nocturno) en la Ciudad de México de Quagliata, que se manifiesta tan profundamente como la sexualidad queer y los tatuajes punk de los dioses mexicas.
Muchos de los términos de Quagliata para transitar este impasse derivan de la retórica de los clásicos del cine experimental y de vanguardia: lo que P. Adams Sitney consideró como la transición desde la película de “trance” hacia la película “mitopoyética” no es exactamente un evento histórico fechable, sino más bien otro nodo más en un proceso cíclico de creación de mitos. Nacida en 1990 en el estado de Veracruz, de padres mexicanos e italianos, Quagliata se sumergió en la vanguardia estadounidense en el Massachusetts College of Art, donde hasta 2015 estudió con Saul Levine y Luther Price. Conversando acerca de su obra, compara ciertos elementos de Aoquic con Maya Deren y Gregory Markopoulos. Más aún, mientras hacía la película leía las notas y los diarios tanto de Dziga Vértov como de Teo Hernández (quien una vez imaginó una película de Quetzalcóatl con la Virgen de Guadalupe).[2]
Lo que está en juego en la adopción de la retórica vanguardista “clásica” por parte de Quagliata es cómo abordar la idea misma de “inexistencia” invocada en el título de la película, derivada del Libro Doce del Códice florentino del siglo XVI, compilado por Fray Bernardino de Sahagún, y que relata cómo los hechiceros enviados por Moctezuma Xocoyotzin para embrujar a los españoles se encontraron con un borracho, que resultó ser el joven dios Tezcatlipoca (la más importante deidad del culto nahua hasta la Conquista) disfrazado. Tezcatlipoca regañó a los hechiceros: “¿Por qué en vano habéis venido a pararos aquí? ¡Ya México no existirá más! ¡Con esto, se le acabó para siempre!”, y les reveló visiones del futuro incendio de Tenochtitlán.[3] La noción de “no existencia” o de “no ser” también fue significativa para otro autor de “lo mexicano”, el filósofo Emilio Uranga, quien en su “Ensayo de una ontología del mexicano” de 1949, afirmó, precisamente en los términos criticados por Bartra: “La fragilidad es la cualidad de ser amenazado siempre por la nada, por la caída en el no ser. La emotividad del mexicano expresa o simboliza psicológicamente su condición ontológica”.[4]
Así, nuevamente, a Quagliata no le interesa la “inexistencia” en el sentido de dejar de existir en un momento fechable (ni siquiera la caída fechable de Tenochtitlán en 1521), y menos aún en el sentido de “no ser” o la fragilidad ontológica que es importante para Uranga. Está más bien interesada en el estado de encontrarse fuera del tiempo propio de la creación de mitos: en las necesidades y deseos transtemporales que sustentan la narración de mitos. Así, en sus métodos de edición y superposiciones, coexisten múltiples períodos de tiempo (incluso la juventud, la mediana edad y la vejez), y las fisonomías sincronizadas, en contraposición a los cambios diacrónicamente rastreables, se convierten en el principio a través del cual discriminar la igualdad y la diferencia.[5]
De hecho, el tiempo “real” reaparece en Aoquic, pero es en cambio la jornada laboral cíclica de El capital, tomo I, capítulo VIII, de Marx, así como El hombre de la cámara de Vértov, lo que converge con lo que Tzvetan Todorov consideraba el estilo narrativo cíclico de la mayor parte del Códice florentino (sólo así dando paso a la narrativa lineal europea con su relato de la caída de Tenochtitlán).[6] De aquí la adopción por parte de Quagliata de la mitopoiesis sitneyiana, derivada de la formulación de Harold Bloom en cuanto a que “el mito, simplemente, es mito: el proceso de su creación y la inevitabilidad de su derrota”.[7] Sin embargo, en la Tenochtitlán de Quagliata, la creación y la derrota se reviven cada día.
Esta idea le importa a Quagliata no sólo como mexicana sino también como cineasta experimental mexicana de su generación, es decir, la generación de aquellos cineastas de entre 30 y 50 años que se han asociado con el Laboratorio Experimental de Cine (LEC) en la Ciudad de México desde su fundación en 2013, muchos de los cuales aparecen en los créditos de Aoquic. La cofundadora del LEC, Elena Pardo, ayudó con la fotografía de la película, al igual que Don Anahí (con cuyo trabajo sobre la sexualidad queer la película está en conversación, especialmente en su tercera parte) y Jael Jacobo (cuya Macuil [2019] en 16mm es una compañera natural para Xochipilli [2018] de Quagliata, de la cual también aparecen fragmentos aquí). Importantes cineastas como Bruno Varela y Pablo Martínez-Zárate aparecen en una secuencia sobre cómo la historia mexicana sobrevive impresa en la forma de tatuajes en la piel, al igual que la propia Quagliata (también vista más tarde, al estilo Mikhail Kaufman, filmando con una Bolex en una moto).
También nos enfrentamos al paso de una generación anterior: los mentores mayores de Quagliata y pioneros del cine punk en México, Sarah Minter y Gregorio Rocha, quienes murieron en 2016 y 2022, respectivamente. Quagliata filmó una secuencia en Anarchivia (el ya difunto archivo cinematográfico/okupa anarquista de Rocha en los históricos Estudios Churubusco), y antes de su muerte Rocha “bautizó” a Quagliata con una botella de Peñafiel en la proyección de un primer corte de Aoquic en La Cueva (el ya icónico microcine en la Ciudad de México que Quagliata cofundó en 2018 con el hijo de Minter y Rocha, el cineasta Emiliano Rocha Minter). Con el paso de las generaciones, e incluso con el florecimiento creativo de la generación actual, los impulsos tras la creación de mitos -así como su derrota- se vuelven a excavar.
Una versión impresa de este ensayo en inglés se publicará próximamente en Millenium Film Journal número 80 (otoño de 2024).
[1] Rita González y Jesse Lerner, Cine Mexperimental/Mexperimental Cinema (Santa Mónica: Smart Art Press, 1998), 56-61. Roger Bartra, La jaula de la melancholia: Identidad y metamorfosis del mexicano (Ciudad de México: Grijalbo, 1987), 17.
[2] Dziga Vértov, Memorias de un cineasta bolchevique (Madrid: Capitán Swing), 2011. Andrea Ancira García y Neil Mauricio Andrade (eds), Anatomía de la imagen: Notas de Teo Hernández (Ciudad de México: Tumbalacasa, 2022).
[3] Miguel León-Portilla (ed.), Visión de los vencidos (Ciudad de México: UNAM, 2016), 63-69.
[4] Emiliano Uranga, “Ontología del mexicano”, en Roger Bartra (ed.), Anatomía del mexicano (Barcelona: DeBolsillo, 2013), 145-158.
[5] Si Quagliata considera la idea del montaje como mestizaje (que sustenta las notas de Teo Hernández), es en última instancia con el objetivo de exponer el concepto de mestizaje como un mito racista del desarrollismo moderno, donde su influencia declarada es el libro del historiador y antropólogo Federico Navarrete, México Racista: una denuncia (Ciudad de México: Grijalbo, 2016).
[6] Tzvetan Todorov, La conquista de América: el problema del otro (Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 1987), 131-134.
[7] P. Adam Sitney, Visionary Film: The American Avant-Garde 1943-2000, tercera edición (Oxford: Oxford University Press, 2002), 303. Harold Bloom, Shelley’s Mythmaking (New Haven: Yale University Press, 1959), 8.