Lo desconocido, ciclo comisariado por Garbiñe Ortega, explora el cine como medio de viajar a los estados primitivos de consciencia a través del trabajo de Ben Rivers y Ben Russell, en relación a la historia de la vanguardia. Russell fue elegido en 2012 por la prestigiosa revista Cinemascope como uno de los 50 mejores cineastas de menos de 50 años. A continuación, traducimos el texto de Max Goldberg sobre Russell para la publicación canadiense.
Lo desconocido, program curated bu Garbiñe Ortega, explores cinema as a medium to travel through the primitive states of conscience through the work of Ben Rivers and Ben Russell, ant its relation with the history of the avant-garde. Russell was elected in 2012 by the prestigious magazine Cinemascope as one of the best filmmakers under 50. Here, the text by Max Goldberg on Ben Russell for this canadian publication.
Los estudios de campo de transfiguración de Ben Russell invocan la magia del cine con valiente lucidez. Hollis Frampton bien podría haber estado describiendo el trabajo de Russell cuando definió la invención como “la vívida y primaria enunciación de una estrategia composicional que deriva de una percepción directa dentro del proceso creativo en sí mismo”. Estructuralista en su claridad conceptual y poesía analógica, las películas hincan el diente en la ontología: los bosquejos de Russell sobre la encarnación requieren que las ideas sean representadas y la cámara sea tomada como un riesgo. Una praxis punk entra en juego, una que comparte una raíz estructural con la banda de Providence Lightning Bolt —catalizadora de la incandescente Black and White Trypps #3 (2007). Ciertamente, hay una buena razón para contar a Russell entre los cineastas contemporáneos fructíferamente comprometidos en reimaginar tropos de distancia etnográfica. Donde Russell es infravalorado, pienso, es en su atrevimiento como retratista. Aún más que en su largometraje de 13 tomas Let Each One Go Where He May (2009), sus vuelos de reconocimiento serial de rollo único sobre las estructuras profundas del éxtasis y el trance se erigen como un logro mayúsculo. Y no paran de mejorar: Trypps #7 (Badlands) (2010), sobre las manifestaciones exteriores e interiores de lo sublime del desierto americano, y River Rites (2011), un apabullante lienzo de Suriname fluyendo a la inversa, estallan en dualidades cartesianas con recién descubierta elocuencia.
Los films vienen cargados de sorpresa perceptual, dando forma a la carga de experiencia no mediada a través de efectos específicamente mediados. Pero haríamos bien en notar la sutileza con la que el tiempo a la inversa de la magnífica steadycam de Chris Fawcett en River Rites registra en primer lugar (el film prueba lo que cambia y lo que no cuando la direccionalidad se planta en su cabeza). Si bien coreografiar el movimiento de cámara sin cortes contra las agujas del reloj es una propuesta relativamente sencilla, resuena a muchos niveles distintos. Está la naturaleza paradójica del tiempo, siempre moviéndose hacia adelante mientras lo que representa retrocede, acabando en el pasado para recordar el futuro; el fresco ángulo sobre el conocimiento etnográfico y la reflexión resultante de que las dinámicas temporales pueden estar tan culturalmente determinadas como las espaciales; la maravilla del címbalo de Brian Chippendale recogiéndose en un punto fino cuando la superficie del agua regresa a la calma mientras niño tras niño van emergiendo de sus zambullidas con la vida repentina de los bocetos de un gran pintor (o de los films de danza de Maya Deren). La más profunda percepción del film es justo la que está ante nuestras narices: que los gestos y rituales cotidianos mantienen su forma sin importar el paso del tiempo. Podríamos imaginar a un sociólogo extendiéndose en este tema por cientos de páginas, pero Russell capta la esencia en un rollo de película. Con tan reveladora forma de mirar que no es de extrañar que la imagen mire hacia atrás.
Ben Russell’s field studies of transfiguration invoke the magic of cinema with fearsome lucidity. Hollis Frampton might well have been describing Russell’s work when he defined invention as “the vivid primary instantiation of a compositional strategy deriving from a direct insight into the creative process itself.” Structuralist in their conceptual clarity and analogue poetics, the films take ontology by the teeth: Russell’s designs on embodiment require that ideas be performed and the camera taken up as a risk. A punk praxis is at work, one that shares a common root structure with the Providence band Lightning Bolt—catalyst of the incandescent Black and White Trypps #3 (2007). Certainly, there’s good reason to count Russell among those contemporary filmmakers fruitfully engaged in reimagining tropes of ethnographic distance. Where Russell is underrated, I think, is in his daring as a portraitist. Even more than his 13-shot feature Let Each One Go Where He May (2009), his serial single-roll reconnaissance flights into the deep structures of ecstasy and trance stand as a major achievement. And they’re only getting better: Trypps #7 (Badlands) (2010), concerning inner and outer manifestations of the American desert sublime, and River Rites (2011), a stunning Suriname canvas flowing in reverse, explode Cartesian dualities with newfound eloquence.
The films come spring-loaded with perceptual surprise, formalizing the liability of unmediated experience through specifically mediated effects. But we would do well to note the subtlety with which the reverse time of Chris Fawcett’s magnificent Steadicam in River Rites first registers (the film tests what does and doesn’t change when directionality is stood on its head). If choreographing the unbroken camera movement against the clock is a relatively straightforward proposition, it’s one that resonates on several different levels. There’s the paradoxical nature of time, always moving forward as what it represents draws back, finishing in the past to remember the future; the fresh angle on ethnographic knowledge and attendant reflection that temporal dynamics may be as culturally determined as spatial ones; the marvel of Brian Chippendale’s cymbal collecting itself into a fine point just as the water’s surface returns to calm as boy after boy emerges from their dives with the sudden life of a great painter’s sketches (or Maya Deren’s dance films). The film’s deepest insight is the one that’s right under your nose: that everyday gestures and rituals hold their shape no matter the arrow of time. One could imagine a social theorist expanding on this theme for several hundred pages, but Russell gets the essence in a roll of film. With such a revelatory frame for looking it’s no wonder the image looks back.