Por Manolo González
Cuando se indaga sobre el inclasificable Juan Orol, el adjetivo más usado por quienes analizan o ven sus películas es “delirante”. Considerado como el Ed Wood mejicano, su cine peculiar no deja indiferente a nadie y hasta ha llegado a ser considerado como “un surrealista involuntario”. Ridiculizado por la crítica – “no hay ni siquiera lugar o posibilidad para la crítica”(Eduardo de la Vega)- y adorado por el gran público, el director/productor/actor nacido en Lalín fue capaz, sin embargo, de conformar a lo largo de más de cincuenta films algunos de los subgéneros clásicos del imaginario popular latinoamericano: “la madre abnegada”, “charros y gánster” o el “melodrama tropical” en que se inscribe precisamente su película nº 27: Sandra, la mujer de fuego.
En el “melodrama tropical delirante” oroliano las hermosas rumberas, abocadas a trágicas desdichas por culpa de los hombres, deambulan por escenarios poblados de playas salvajes, tormentas inoportunas, palmeras exuberantes, y en este caso, omnipresentes orquídeas. La mujer -aquí Rosa Carmina, tercera esposa de Juan Orol – despierta pasiones arrebatadoras entre todos los hombres que la rodean. Como bien apunta el historiador del cine mejicano Eduardo García Riera: “Orol se fue a realizar a Cuba este inefable melodrama de pasiones tropicales, puntuado por la voz en off de un narrador que iba describiendo con lujo de adjetivos las calenturas de la heroína y de su impotente marido”. Sobre una trama de redención, Orol se atreve a picar del mito de Fausto con la moralina de “Os vellos non deben de namorarse” de Castelao, para terminar con un off final y dramático, corolario rotundo del cine kitch oroliano “ Sandra la mujer de fuego, que con el fuego de su alma los había enloquecido a todos”.
La exuberante Rosa Carmina recorre incansablemente los palmerales de Haití, escondiendo su insatisfacción en camas solitarias tras las ventanas abiertas, mientras escucha los tambores africanos y despierta pasiones incontrolables entre los jornaleros de su marido impotente. Un clip para guardar en la memoria: la secuencia en la que Rosa Carmina baila una sensual rumba ante un conjunto de rudos jornaleros, febriles, inmovilizados por el deseo ante los encantos ”barrocos” de la rumbera. Pero para poder disfrutar de esta película recordemos el consejo del crítico del diario Excelsior: “Cualquier película de Juan Orol tiene un espíritu lúdico muy profundo, muy primitivo que hace partícipe al espectador de un juego en el que la única regla es pasarlo bien, sin más». Así que, de eso se trata… Olvídense durante noventa minutos de la ortodoxa gramática audiovisual, las leyes de la continuidad narrativa y la estructura del relato…. Bienvenidos a otra dimensión. Ríndanse.. acepten.., entréguense sin más al mundo oroliano y disfruten sin complejos de un singular cineasta, uno de los más populares de Latinoamérica durante buena parte del siglo XX.