Por Stephen Broomer. Texto extraído del libro Jeannette Muñoz El paisaje como un mar. Edición a cargo de Francisco Algarín Navarro. Lumière 2017.
Escribo esto como respuesta a sólo una pequeña parte de Envíos, de Jeannette Muñoz, películas hechas por la artista en tanto que regalos. Cada Envío está dedicado a su destinatario; los apuntes de Muñoz que acompañan cada pieza van mucho más allá de la tradición autobiográfica de las cartas, son más bien una destilación de tiempo. Aportando una complejidad mayor a su trabajo, Muñoz ha escrito que los Envíos están hechos «con y/o para» el destinatario.

En los años 60, época de la primera emergencia de ese cine poético de utópicas ambiciones, el cine underground estaba anclado en películas realizadas bajo el influjo de un espíritu generoso. Fue entonces cuando Stan Brakhage anunció su deseo de que su trabajo fuera visto en pequeñas salas, en espacios íntimos, de modo que empezó a realizar copias caseras en 8 mm por este motivo. Gregory J. Markopoulos, con su película Galaxie (1966), reunió en un retrato de grupo a una serie de artistas del Greenwich Village, filmándolos en sus casas, en una especie de rememoración pública de sus intimidades. Los estremecedores y épicos diarios de Jonas Mekas están compartimentados mediante descripciones escritas a máquina que dan a sus retratos y experiencias nuevos matices. Para estos cineastas, el cine se convirtió en la oportunidad de intercambiar visiones, en un testimonio de amor, en un acto colectivo; cada película era como un flujo de experiencias que adoptaba formas tanto físicas como efímeras; la bobina, física; la proyección, efímera. Podemos tomar una u otra con total libertad. Esta magnanimidad de la visión era propia de las posibilidades de aquella época, del canto de un nuevo mundo, del abandono del ego, de la desaparición del artista en el objeto. Tales ambiciones caracterizan al cine underground
como aquel en el que el altruismo es primordial, en el que el artista se vuelve cada vez más anónimo, minimizando el papel de la autoría personal en beneficio de la autoría colectiva. Cada trabajo se convierte en una modesta contribución al gran proyecto del cine underground, que consiste en transformar las visiones del mundo en el reino superior de la poesía.
Envíos (2005–), de Jeannette Muñoz, sigue esta dirección, la de la filmación personal, con sus momentos capturados en el presente, con sus regalos para otros en forma de bobinas de 16 mm. Su proyecto vuelve literal este acto del ofrecimiento, puesto que cada película está hecha para/dedicada a amigos o miembros de su familia, introduciéndose en un paquete dedicado, un gesto que confirma, primero, que el cine se nos presenta como un medio para compartir la percepción, pero también algo más: que esas películas se enriquecen y adquieren su sentido a través del propio hecho de regalarlas. Esto da lugar a planteamientos fascinantes e incluso opuestos en cuanto a Envíos, puesto que estas son las señales de una comunidad, y, más específicamente, de la generosidad comunitaria, si bien, como resultado de la visión de Muñoz, estos momentos son también personales e individuales. En otras palabras, todos estos regalos-ofrecimientos podrían encontrar su sentido en el propio acto, pero su significación queda reforzada por su increíble sensibilidad individual, la cual se ha mantenido madura y consistente a lo largo del desarrollo del proyecto. Incluso en aquellos trabajos en los que se sugiere una colaboración que da lugar a una auténtica visión mutua, todo el proyecto, pieza por pieza, sigue siendo coherente.
En Envíos, esta individualidad es evidente debido a las reflexiones de las películas sobre el tiempo. Uno de los aspectos que vuelve en muchas de estas películas tiene que ver con la atención prestada por Muñoz a los encuadres amplios, las tomas largas en paisajes, los bailarines y la costa. Hay una uniformidad en esas tomas largas, hasta el punto de que se extienden hasta el reino de la meditación. Por ejemplo, en Envío 27 (2013), una toma de las olas chocando contra las rocas se alarga más allá de lo expresivo, dando forma a la experiencia de sentarse y mirar el océano. Pero éste no es el ojo de la tradición poética, sino una mirada penetrante e insistente hacia el paisaje, de modo que lo que se comparte no es la mera experiencia; también hay una invitación a entrar y a compartir ese espacio. De la misma manera, en Envío 5 (2006), dos hombres sin camisa saltan divertidos frente a la cámara y fingen estar peleando en una larga toma fija, cuya composición queda rota por cortas tomas de los autobuses de Santiago de Chile. A diferencia de la costa que vemos en Envío 27, la atención se centra en la presencia humana, y el resultado sigue consistiendo en una invitación a compartir un espacio, en este caso el espacio íntimo de los alegres ocupantes. Las presencias humanas y animales aparecen en una buena cantidad de los Envíos, alejando a la serie del planteamiento estrictamente psicogeográfico y ambiental, como ocurre por ejemplo en el Envío 13 (2009), en donde los pies bailarines de una joven dominan la imagen, primero en un primer plano y luego en un plano medio, estando ambas tomas separadas por unas escenas de una mujer y cinco niños paseando por Santiago de Chile. Este marco de visión vuelve en otra serie de Muñoz, Puchuncaví (2014—), convirtiéndolo en una característica común de su cine. Esta predilección por el estasis no impide a Muñoz explorar otros territorios, como por ejemplo sucede en Envío 23 (2010), donde los gestos cinéticos y las composiciones fragmentarias dan lugar a las abstracciones de luz.
Envíos son películas sobre la visión así como colaboraciones. No son solamente una correspondencia en marcha, sino que el punto de vista de Muñoz ha quedado impregnado por el orden y la intención, por su idea de esos espectadores ideales. En este sentido, su trabajo entra de nuevo en un territorio de oposiciones entre el concepto y la expresión, sirviendo el concepto para negar el individualismo de la imagen, al mismo tiempo que la expresión restablece inevitablemente ese individualismo, relacionando ambos aspectos en la integración del conjunto. Proyecto comenzado hace doce años, los Envíos de Muñoz reúnen una visión de la vida dedicada a la comunidad y a la continuidad, a una generación futura. Envío 21 (2010), un retrato de unos niños en unos columpios, separado por los primeros planos de los niños riendo, dan una idea de esta dimensión: cuando las películas se acercan a lo doméstico, están mirando al futuro. Este tipo de visiones sirven asimismo para convertir los gestos de esta tradición, inherentes al underground y a la Bolex, compartidos por Muñoz con muchos otros de sus destinatarios, no sólo en algo pasado o pasajero, sino también en eternos.
Con Envíos, Muñoz ha establecido una serie de paralelismos y oposiciones entre la presencia y el relato, el reportaje y el diálogo, lo colectivo y lo individual. ¿Qué conlleva, entonces, este doble aspecto de lo público y de lo íntimo? Reunirse en cuevas, reunirse en los bordes, reunirse en torno a un orden sagrado, compartir luz, compartir tiempo, compartir visiones, tiernas y efímeras, componer visiones y densificarlas; visiones directas y personales, individuales como el tono de la persona que las dedica, y que dirige esta experiencia hacia ti.